Conversábamos a finales del 2021 con mi coach, quien tiene la desdicha de aguantarme, pero que gracias a mí fue galardonado con los premios “paciencia 2021” y “resistencia 2022” (¡vamos por más Roberto, que este año la rompemos!), sobre la oportunidad de emular un divertido ejercicio: compartir pensamientos y experiencias en un espacio… como éste.
Ni un solo posteo desde entonces, ¿cómo sucedió? ¿Tan rápido?
Sabemos, muchas veces las cosas no salen tal lo esperado y – gracias a Dios – el 2022 y primera mitad del 2023 fueron un vendaval de sorpresas y cambios mayormente positivos. De hecho, si no fuera por un inesperado comentario de una persona a quien quiero mucho, creía que este incipiente blog estaba olvidado, sepultado por toneladas de bytes.
Usé antes la coloquial expresión «gracias a Dios» que lejos del concepto netamente religioso busca reflejar genuinamente mi sentir, el de siempre agradecer. No solo por aquellos acontecimientos importantes que definen nuestro futuro (y a veces nuestro destino), sino por los otros tan rutinarios que pasamos por alto y que también moldean nuestras vidas, de maneras menos obvias quizás, pero constantes. Me explico; damos por descontado que dormiremos en nuestra cama, y que contará con sábanas, que nos despertaremos al día siguiente, y que todo lo que de una manera u otra compone nuestra rutina matutina (llámese café, desayuno, saludar a tu familia, tu mascota, respirar, etc.) estará ahí, esperándonos sin más. Porque así lo merecemos, porque siempre fue así.
Les comparto una lección sencilla de humildad que viví hace no mucho.
Era algo tarde, sentado en la oficina de mi casa deseaba meditar, aun cuando no es mi lugar favorito, me garantizaba un espacio seguro, libre de interrupciones. El propósito casualmente (o no tan casual, porque todo es circular) versaba sobre el agradecimiento. Para quienes mediten, pero no son expertos, tal es mi caso, saben que es un proceso algo complejo sumergirse, aunque cada segundo lo vale. Hay veces que ese recorrido encuentra inesperados obstáculos, algunos internos que son los más complejos (pensamientos que gritan salir), y otros externos (como el gato de mi hija, que claramente no comparte estos menesteres y decide buscarme cada vez que me ve inmóvil).
En esta ocasión mi viaje a “mi agradecido yo interior” se vio interrumpido no por un gato, sino por un timbre: había llegado el chico del delivery con la comida y todos estaban cómodamente en sus habitaciones, el único ser humano en la casa con conocimiento del motorizado que había desafiado la lluvia era yo.
No puedo negar que me inundó el mal humor, pasé de un estado zen, a uno estilo «zombie en cámara rápida», con exclamaciones del tipo «¿dónde dejé la billetera?».
Era agradecimiento el tema, recordemos, y en ese punto no me quedaba mucho de eso en la cabeza.
Salgo a atenderlo, me monto al elevador, me miro en el espejo (ahora que lo pienso, me miro demasiado), y trato de infundir una imagen de enfado evidente, con el ceño fruncido, para que la gente, y el espejo, supieran de ello.
Por supuesto, agradezco la dicha de poder pedir comida a domicilio (aunque técnicamente no fui yo, pero se entiende), y me siento afortunado de que el trabajo de otros facilite mi comodidad casera.
Para cuando llego a planta baja, mi mente estaba ya despejada.
Converso con el muchacho (que traía una pizza que mi hija ama) y charlamos un poco sobre las condiciones climatológicas algo adversas, y la fuerte tormenta que comenzaba a amainar, pero no dejaba de ser un riesgo para un motorizado.
Consideré que cualquier ayuda por pequeña que fuera sería apreciada. Cuando le voy a pagar y dar la propina en efectivo caigo en cuenta de algo que no me esperaba.
No era una mano en el sentido usual la que apañaba el dinero, sino algo así como dos dedos que simulaban una singular especie de garra.
Mi ordinaria mano de 5 dedos, le deslizó respetuosamente la propina
Él me devolvió una sonrisa sincera de gratitud, pero más importante, una nueva lección de vida. No es que no lo detenía una lluvia, no lo detenía nada. Cuando subí a mi casa, no pude menos que revalorar mis manos, que me acompañan así desde que nací.
Muchos pensamientos me asaltaron. Sin saberlo en ese momento, la historia de lecciones continuaría.
Meses después, mi hija tuvo que asistir a una cita al otro lado de la ciudad. Aun cuando el lugar tenía estacionamiento, ella no lo sabía, y para evitar sorpresas decidió estacionar su carro en la cuadra de enfrente, en un reconocido supermercado. Al salir todo iba viento en popa, hasta el momento en el que tuvo que bordear un auto detenido, y no se percató de una saliente de la acera, que le cortó un neumático. Por temas con su compañía de celular, no contaba con señal, por lo que estaba literalmente a la deriva. Lo que no sabía era que tenía un público inesperado: un grupo de muchachos que sentados miraban cómo ella se orillaba a un costado y protagonizaba su escena de impotencia.
Uno de ellos no lo dudó, se levantó, y sin mediar muchas palabras, se propuso ayudarla, buscó la rueda de auxilio, las herramientas, subió el auto con el gato, desmontó y montó la nueva rueda, todo esto delante de la mirada atónita de mi hija.
Ella buscó agradecerle de alguna manera por ese gesto.
Él simplemente sonrió y la saludó orgulloso, agitando en el aire su mano de dos dedos que simulaban una singular garra.